domingo, 30 de julio de 2017

159. LLANTO DE SIRENAS EN EL ESPACIO. De Vincent Midgar


-Pequeña… hoy vas a matarme, y no pasa nada. No es nada malo.
La niña lo escuchaba, aunque no quisiera, pues el silencio gritaba por encima de las palabras y la asustaba. Las paredes de piedra rezumaban humedad y tristeza.
-Pero… yo… no… no quiero, Servant…
Servant parecía un anciano: las minas de asteroides habían hecho que sus huesos sufrieran la artrosis típica de la falta de gravedad. Su pelo, blanco por las duchas estériles, y su piel, curtida por los rayos uva sin filtrar, le daban un aspecto de 80 años cuando apenas tenía 50. Joven para morir, demasiado joven quizás…
La niña se apretó contra su pecho, aterrada, y aquello ayudó de alguna extraña forma.
-No podemos seguir esperando, pequeña -susurró Servant, con fría determinación- son cinco ciclos ya: no tardará mucho en tragarse al sistema solar.
El agujero de dolor flotaba en el centro de la habitación, junto al cadáver momificado de una niña. Un remolino negro rezumando luminiscencia morada. Sucio y extraño. Su resplandor fluctuaba y las sombras mostraran tentáculos, ojos… y cosas aún peores.
La niña lloraba ya en silencio. El cuchillo temblaba entre sus diminutos dedos. No tenía nombre, había nacido de una probeta: un homúnculo capaz de sentir la tristeza infinita que podía cerrar el agujero, capaz de vivir milenios.
-Por favor… no… no me hagas hacerlo… -Dudó un segundo. Nunca lo había dicho, pero en aquel momento lo necesitaba- no me hagas hacerlo… padre.
El hombre sonrió y agarró con ternura las manitas de la niña. Luego empujó lentamente el cuchillo a través de una de sus cuencas oculares.
El grito desgarrador de aquella niña, preñado de una desesperación inconcebible, anunció dos mil años más de tregua con aquellos horrores antediluvianos. Nadie lo escuchó, sin embargo: las naves espaciales tenían mucho cuidado de huir lejos de aquel asteroide, todos sabían que allí lloraban sirenas capaces de volver locos a los hombres.

Seudónimo: Vincent Midgar

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